jueves, 27 de marzo de 2008

TOWER TO STRENGTH

Silenciosa y absoluta la oscuridad ante la que despierta Lizardo. Se imagina perdido entre los dominios de la muerte, al no oír su respiración y percatarse de que ninguno de sus músculos le responde. Segundos después, cuando la sangre recién empieza a cosquillearle el cuerpo, surge de la nada una voz con timbre marcial.

-¡Rápido! ¡Bajen a esa mierda!

De inmediato, Lizardo siente que acaba de ser apresado por los tentáculos de alguna especie de pulpo gigante. Con mayor odio que fuerza, es transportado por los aires y dejado caer de bruces sobre una superficie sólida, rugosa y bastante fría. Aunque sigue sin ver nada, la dureza del impacto le hace reconocer el asfalto. Adolorido e inmóvil se halla boca abajo, más que indefenso con su cabeza cubierta por un trapo negro y las manos esposadas por detrás de la espalda.

-¡Levántate, carajo!

Una patada a la cadera le basta para incorporarse, no sin dificultad. Alguien le arrancha la capucha que cubre su rostro. Muestra labios sangrantes y un pómulo hinchado. Se da cuenta de que ha sido sacado del interior de un vehículo policial para ser arrojado al gris pavimento. Una tonalidad mortecina y sucia pinta a las edificaciones a su alrededor, como prolongación cromática de un cielo que niega toda alegría. La mezcla de polvo y humedad que respira lo embarga en aquella rara melancolía que lo ha estado acompañando durante buena parte de su joven vida, desde que lo alejaron de la provincia en la que entonces vivía. Le duele constatar que aún continúa bajo la influencia opaca de la ciudad de Lima.

Jaloneándolo del cogote dos hombres uniformados lo conducen hacia una calle estrecha y tenebrosa, contigua a los casi treinta pisos de puro concreto y vidrio que sirven de sede central a la Policía Nacional. Lizardo deduce que el sabor salobre de su saliva y el adormecimiento de su boca deben ser los efectos posteriores de algún tipo de sedante. Estas sensaciones lo intrigan ya que no guardan ninguna relación con el último de sus recuerdos: en medio de un terral corre desesperadamente, como huyendo, hasta que algo duro pega en su nuca, noqueándolo al instante. Mientras es llevado, varios guardias apartan a golpes a los reporteros que se han apostado en busca de alguna primicia. Entre el embrollo de cachiporras y cámaras fotográficas se encuentra Eugenio. Es el único de esos reporteros que ha acudido no por encargo laboral sino alarmado por la lista de detenidos dada en el flash informativo que, muy de madrugada, escuchara en el Queirolo.

-¡Lizardo, Lizardo, Lizardo…! –se desgañita por llamar la atención de éste. Infructuosamente.
Prisionero y custodios traspasan la puerta blindada que tiene ese lado del edificio policial. Lo primero que encuentran es una angosta escalera de cemento que comunica directamente con el sótano.

-¡Avanza, terruco conchatumadre!

-¡Vas a ver, huevón, lo que es vivir a oscuras por tus apagones de mierda!

Descenso bastante complicado para Lizardo. Los empellones e improperios en lugar de apurarlo entorpecen su equilibrio, y a cada nuevo peldaño la negrura del ambiente se va intensificando.

“¡Putamadre, ya me jodí!”, murmura al finalizar los escalones y ser aguardado por un vacío oscuro. Tímidamente da varios pasos hasta toparse con una mohosa pared de piedra, desde la que percibe, a través del rabillo del ojo, un pequeño rayo de luz.

-¡Camina, imbécil!

Antes de que pueda girar en busca de aquella luminosidad débil, un violento puntapié sacude sus nalgas y lo impele a entrar en un pasadizo sinuoso, alumbrado apenas por unas cuantas lámparas fluorescentes distribuidas al eje del techo, cóncavo y bajo. Enormes polillas se estrellan una y otra vez contra las luminarias, propagando un sonido perturbador a lo largo del pasadizo, que tiene repartidas a ambos lados celdas delimitadas por barrotes y tabiques de bloques de concreto. Desde el interior de cada una de ellas sombras amorfas observan vorazmente a Lizardo, para quien la hediondez que flota en el aire le produce la impresión de que algo orgánico se ha descompuesto allí adentro.

-¡Uy, qué rico!, carne blanca.

-Y tiernita como a mí me gusta.

-¡Flaco, qué buen culo tienes!

Los comentarios libidinosos cesan cuando uno de los guardias que lo escoltan le manda detenerse a la mitad del pasadizo. Le quitan las esposas mientras destraban la cerradura y abren la reja de la celda Nº 6, según la inscripción borrosa que se lee sobre el dintel. Sin mediar palabra, lo empujan y entra. Un miedo intenso se apodera de Lizardo, consciente ahora sí del peligroso sitio al que ha ido a parar. El corazón empieza a latirle a velocidad nerviosa. Suda copiosamente. Los custodios vuelven a asegurar la reja y se retiran.

Sin descuidar su retaguardia, y obviando los murmullos causados por su presencia, Lizardo da un vistazo rápido al lugar. Detecta que unos ojos endemoniados lo escudriñan desde la pared del fondo, la de mayor penumbra. Urgido ubica un claro en el lado derecho de la celda. Allí, completamente inerte, yace un hombre con la cara hundida en pleno vómito. Se recuesta muy cerca del sujeto. Un tufo rancio y aguardentoso emana de ese cuerpo. Se tapa la nariz y la boca, inclinando un poco la cabeza como si tuviera la mirada puesta en el suelo. Solapadamente se pone a observar el entorno de su encierro.

Por lo relajadas que se muestran, supone que las dos misteriosas figuras que están sentadas de espaldas contra la pared del fondo son los más avezados de los hombres metidos en esta celda. En cambio, distinto piensa de la actitud que exhibe el zambo espigado que en la pared opuesta a la suya latiguea eufórico los brazos, llenos de cortes y tatuajes. Le parece que fanfarroneara de alguna fechoría pasada al barrigón de piel chola que viene prestándole atención un tanto aburrido, porque de cuando en cuando emite uno que otro bostezo. Mientras tanto, el último de los ocupantes, de cabello abundante y piojoso, balbucea incoherencias de desequilibrado mental entre los barrotes.

La prisión apesta. Es un olor nauseabundo que domina los doce metros cuadrados que Lizardo le calcula de área a la celda. La gama de mojones acumulados en las esquinas indica que se prefiere orinar y defecar allí y no en el hoyo asqueroso que hay, el cual sirve más que nada para la visita periódica de ratas y bichos repugnantes.

A pesar de la luz insuficiente, se puede ver en sus muros graffitis iguales a los de cualquier común chingana. Son bastantes y de distinto calibre y tema, destacándose un esbozo de Sarita Colonia hecho con tiza, al que acompañan unos versículos bíblicos de ambigua moralidad, y grandes pichulas que tachan tanto lemas alusivos a Sendero Luminoso como al MRTA. De todos estos graffitis hay uno que, encontrándose justo encima del zambo de los brazos marcados, atrae mucho la atención de Lizardo. El anonimato con que aparece le otorga una singular pureza poética, como si de pronto una flor germinara solitaria en medio de un basural. Escrito en bajorrelieve, con trazo veloz y decidido, se lee:

ME HE GANADO MI JUVENTUD A PULSO, SEGURAMENTE VOYA PAGAR POR ELLA, PERO NADIE ME LA VA A QUITAR.

Se queda tan extático contemplando aquella frase que no repara en los insultos de advertencia del zambo, el que al verlo con la mirada levantada en dirección suya cree que lo está desafiando. Lizardo se muestra como hipnotizado, indiferente ante las injurias que le lanzan. Por su mente empiezan a superponerse imágenes del pasado. Es un tropel de recuerdos que desfilan en desorden y se agitan dentro de su cabeza, peleándose entre sí por permanecer el mayor tiempo posible proyectado delante de sus ojos. Mal momento ha escogido para volverse autista, porque en nada le preocupa la horrible mutación que ha sufrido el semblante del zambo como tampoco que el metro noventa de éste avance amenazador hacia él.

-¡Qué me miras tanto, chuchatumadre!

Se le abalanzan con furia. Tan sorpresivo y rápido es el ataque que a Lizardo no le da tiempo a reaccionar. De un solo zarpazo se han aferrado a su cuello, presionándoselo brutalmente contra el muro. Golpe seco y certero por el que siente que las órbitas oculares se le salen de lugar. La extensión del brazo fibroso de su agresor le impide siquiera rozarle el cuerpo para tratar de defenderse. Náuseas le vienen en seguida ni bien una palma callosa empieza a acariciarle su rostro asustado. Después de jugar con él, le aprietan su nariz, con tanta fuerza que lo obligan a abrir totalmente la boca. El sujeto se relame lujurioso la jeta.

-¿Te gusto, papito?

Sin más preámbulo, una lengua tumefacta brota del amplio hocico del maleante. Conforme se le aproxima, Lizardo percibe más intenso el olor a mierda que sale de esas fauces. Cierra los párpados al verse sometido del todo. De repente, la tenaza negruzca que lo sujetaba deja de hacerlo y él se desploma como una marioneta a la que le han cortado los hilos. Desde el piso puede observar cómo lo vienen ahorcando a su atacante. Ya constreñido contra el suelo, al zambo le susurran algo al oído y lo van liberando lenta y precavidamente. Se pone a toser y a menear la cabeza varias veces.

-Rojos de mierda –masculla mientras gatea de regreso a su sitio.

Quien acaba de ahorcar al zambo ayuda a Lizardo a levantarse. A cambio del “gracias” tartamudeado que recibe suelta:

-Deberías de escoger mejor a tus amigos.-

¡Orestes! –exclama Lizardo con inusitada alegría al distinguir el acento serrano de esa voz y lo abraza como si no lo hubiera visto en años-. Creí que te habías escapado con ella.

-Casi, pero... –interrumpe su respuesta para sentarse con las piernas cruzadas- los malditos tombos tenían rodeada toda la manzana.

Lizardo se acuclilla frente a él. Cierta tranquilidad comienza a invadirlo al tener a su lado a alguien así. Cuando lo conoció, allá en tiempos de la academia preuniversitaria, ya afloraban en el cerebro de Orestes las ideas comunistas. Si bien sus diferencias políticas no consolidaron una profunda camaradería, por lo menos habían dejado un sincero respeto entre ambos. El radicalismo de Orestes, por el cual éste consiguiera ser incorporado a la estructura principal de Sendero, siempre contrastó con la postura racional y blandengue de Lizardo; a quien tipos igual de extremistas que Orestes consideraban como otro más de aquellos pusilánimes que quieren los cambios sociales sin ensuciarse las manos. Convertido actualmente en el camarada Nemesio, este joven de corpulencia maciza y rasgos andinos arrastra una trayectoria delictiva repleta de asesinatos y comisarías dinamitadas, siendo a sus cortos veintitrés años uno de los criminales subversivos más buscados del país.

-¡Putamadre!, pensé que eran lo suficientemente cuidadosos con sus escondites –se queja Lizardo.

-¡Habla bajo, carajo! Acá también hay infiltrados.

Lizardo se mueve para sentarse al costado de Orestes.

-Un topo hijo de puta informó a la policía acerca de nuestra reunión, pero ya descubrimos quién fue. Más temprano que tarde le damos vuelta a esa mierda.

-¿Y ella? ¿También cayó?

-Sí, a la camarada Socorro la han ubicado en una de las celdas junto a las escaleras. Allí está protegida por un par de miembros del Partido.

Lizardo siente una punzada a la altura de la nuca. Al sobársela descubre un pequeño vendaje. Fingiendo algo de indiferencia, Orestes se ofrece para examinárselo.

-Sólo es un rasguño de bala, nomás –le dice con el desdén de los que han visto heridas peores-. Has tenido suerte, pues usualmente no mandan curar a nadie. Con razón no te trajeron de frente con nosotros. Yo ya pensaba lo peor, convencido de que la estarías pasando muy mal en algún cuartel de mierda.

Las palabras de Orestes, que llevan la cruda experiencia del encierro, le bastan a Lizardo para explicarse las horas muertas posteriores a su pérdida de conocimiento. Y es que podría apostar sobre seguro a que, hasta el momento previo en que lo trasladaron a estos calabozos, las debió pasar internado en un hospital. Circunstancia que le ha permitido, por mientras, burlar aquel temible interrogatorio del que tanto ha escuchado contar en los bares del Centro. Por más agnóstico y escéptico que se defina, sabe que está obligado a sentirse sumamente agradecido, ya sea a Dios o a la bendita suerte, que casi siempre le fue esquiva, de no haber padecido colgada de testículos de lo alto de una viga, quemada de ojos con cigarro, o cartucho de dinamita en el ano; o cualquier otro sádico método de tortura con el que lo hubieran hecho declararse culpable sí o sí, importándoles un carajo a sus verdugos que él sea inocente. Igual, al final, terminaría como otros jóvenes de su generación: enterrado por partes en alguno de los desolados cerros de Cieneguilla.

Orestes se ha quedado callado mirando la oscuridad del fondo de la celda. Mutismo que corta con un silbido seguido de un leve movimiento de cabeza. Al instante, un hombre de contextura mediana y andar de autómata emerge de esa zona sombría y se ubica pegado a la reja. La sola apariencia de éste, zapatos de obrero, pantalón acampanado, chompa artesanal y bigotito anacrónico, lo delata ante Lizardo de ser uno de esos eternos estudiantes universitarios que gustan de suspender clases paporreteando peroratas revolucionarias, y a los que él siempre ha catalogado de tener una retórica bastante similar a la de los ambulantes que suben a vender caramelos y chucherías en los microbuses. El tipo se pone a investigar cuál es el panorama que presenta el pasadizo.

-No hay guardias cerca –informa sin abandonar su posición.

La jerarquía de Orestes acaba de ponerse de manifiesto. Anticipándose a un posible comentario de Lizardo, dice:

-Sí, también es del Partido, como muchos de los que hoy se encuentran recluidos aquí.

Lizardo capta una vaga desazón en lo expresado por Orestes. La interpreta como un resquebrajamiento sutil en la orgullosa militancia de éste, reacio a reconocer la labor eficaz con la que últimamente las fuerzas policiales vienen provocando grandes bajas a las organizaciones terroristas que operan dentro del territorio nacional.

-Total, qué le hace una raya más al tigre –se dice a sí mismo, y posa su mano sobre el hombro de Lizardo-. ¿Me equivoco o es la primera vez que estás en la cárcel?

Lizardo sólo atina a observar una cucaracha que sortea sus botines. Por un momento piensa referirle sus choques con la represión policial, que simplemente se limitan a los partidos de liga que se jugaban en la cancha de Maranguita y a las redadas que suspendían los conciertos subtes, pero prefiere callarse. De seguro Orestes se reiría de él.

-No temas, cojudo. A ti no te va a pasar nada malo mientras estés con cualquiera de nosotros, más aún sabiendo el aprecio que la camarada Socorro te tiene.Luego de brindarle palmaditas en la espalda hace una pausa porque su correligionario le anuncia la proximidad de un guardia. Con aire despectivo e indiferente, éste recorre ida y vuelta el largo pasadizo. Acabada la ronda Orestes continúa:

-Ella me ha encargado tu cuidado y de capacitarte en la doctrina del Partido cuando nos manden al penal. ¡Pero ojo!, te advierto que si bien vamos a tener consideraciones especiales contigo, jamás deberás confundirlas con privilegios, ¿entendido?

Tomando en cuenta las únicas opciones a escoger, entre ser la mujer de un faite o unirse a los fanáticos seguidores de Abimael Guzmán, Lizardo no tiene mucho que decidir. Además que, imposibilitado de refutar los cargos que por infortunio se le imputan, ya los medios de prensa y la opinión pública deben haberlo tildado de terrorista para toda la vida.

Ahora él podrá comprobar cuánto de cierto había en el reportaje de una televisora británica sobre los senderistas presos dentro del penal de máxima seguridad Miguel Castro Castro; ese que los canales nacionales difundieran a principios de año, cuando ni el más adivino de los analistas políticos vislumbraba que un ignoto catedrático universitario de origen japonés ganaría las elecciones presidenciales. Las escenas de dicho reportaje mostraban la ferviente convicción que las huestes de Sendero Luminoso mantienen en su causa revolucionaria, aun detrás de rejas. En ellas salían aprovechando el tiempo estudiando la doctrina del marxismo-leninismo-maoísmo, fabricando retablos y tapices que glorificaban matanzas y atentados, redactando e imprimiendo manifiestos a favor del alzamiento en armas, o marchando en el patio vestidos con uniformes rojinegros y cantando loas a su Presidente Gonzalo. Hasta tenían pintado un mural de su líder máximo en una de las caras externas del pabellón que ocupan, en cuyo interior había almacenada buena dotación de alimentos y medicinas, producto de la presión que ejercen aquellas pocas ONG que abogan por ellos.

Pero ahora también, y más que nunca, Lizardo deberá cuidarse de no soltar lo que piensa acerca de quienes, como Sendero y el MRTA, quieren tomar el poder a sangre y fuego. Ya antes ha tenido problemas por ello, una noche de copas en que junto con Eugenio preparaban un número más de Solitaria Lisura. Aquella vez los dos terminaron liándose a golpes con cierta cofradía de artistas y poetas que acostumbran gorrear cerveza en el jirón Quilca. Todo por opinar abiertamente que “así se expongan las razones más justas, hay que ser imbécil para apoyar a una manga de asesinos y dementes que se las dan de defensores del pueblo”.

-¿A qué se debe que la camarada Socorro te guarde tanta estima?

-Es una vieja historia que no tengo ganas de contarla ahora.

-Está bien, luego me la dirás. Por mientras descansa un poco, que cuando nos trasladen al penal necesitarás tener todos tus sentidos en las mejores condiciones que puedas.

Orestes se pone de pie, sacude las piernas intentando relajar los músculos y va a reunirse con su compañero que vigila la reja. Nivelando rangos entre ambos, éste lo recibe reprochándole haber estado conversando con un pequeño burgués. Su opinión la basa en la fisonomía de blanco mestizo de Lizardo y en el Alain Delon que luce en el polo, que no es otra cosa que la carátula del The Queen is dead, el que por la calidad ínfima del estampado debió haber sido adquirido en un puesto de grabaciones piratas de las Galerías Brasil. Muy probablemente, de haber tenido Lizardo uno con la cara del Che Guevara el otro le juzgaría sin dudar de ser algún posero rebelde de esos que pululan en las universidades privadas, siempre asiduos a juerguearse de lo lindo en cualquier antro de moda.

Por su parte, Lizardo trata de dormir un poco arropándose con su desteñida casaca de jean para protegerse de la inclemencia invernal que julio acarrea. Echado en posición fetal, da un ligero vistazo a la celda antes de cerrar los ojos, con la vaga ilusión de que todo lo que le está sucediendo no sea más que un sueño espantoso, del cual saldrá al abrirlos de nuevo.

Mas, ya empieza a inundarlo el pavor de saberse huérfano de alma mientras duren sus días en una cárcel. “¡Vaya forma de ponerle fin a mi vida de clasemediero sin oficio ni beneficio!, por no decir de inútil misio de mierda. ¡Cuánta razón tenía Eugenio!, cuando decía que, en esta cuerda floja que nos ha tocado nacer, resulta muy difícil no terminar vencido por los rebaños que jalan cada extremo de la puta soga”, reflexiona conforme intenta calmar su cerebro.Entonces, escenas evocativas se agolpan dentro de él. Primero semejantes a los confusos fotogramas de un video musical de The Mission u otra banda de rock gótico, y luego a los de cualquier añeja película en blanco y negro que tire para sepia… pero eso sí, acompañadas de una contemporánea y muy particular banda sonora.

BORIS CASTRO

Primer capítulo de una novela que quiere ver la luz.
























2 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué novela es esa?
Quién es el autor?
Me parece interesante que alguien escriba sobre el tema, aunque ha pasado bastante tiempo, es bueno que nos refresquen la memoria a través de la literatura.

Y los siguientes capítulos?

Ch dijo...

Alg�n d�a, alg�n d�a,..........................................espero.